9.2.06

Aires del sur, aires de Guerra Santa

Hoy he estado echando cuentas, así por encima, de lo que gasto habitualmente un día cualquiera. El escalofriante resultado muestra que la partida destinada al whisky representa la mitad de mi presupuesto. Asombroso, sin duda, aunque no sorprendente si se tiene en cuenta que bebo unas ocho horas al día y duermo unas doce. Mi dispendio en el oro líquido escocés es veinte veces superior a la pecunia destinada a la alimentación. Tal es mi afición que llego a medirlo todo en whiskies; esto vale tres whiskies, esto otro cinco, y así con todo. Es una “unidad económica” más, un tanto particular, he de reconocer, pero válida para llevar mi contabilidad.
No tengo hijos reconocidos ni a quien mantener, por lo que los remordimientos de conciencia son nulos, más bien todo lo contrario, ¿a saber cuántas familias viven con lo que gasto en un mes en los diversos baretos que visito en mis viajes? Visto lo visto, sólo me queda darle las gracias a la naturaleza por haberme proporcionado un hígado prodigioso.

Mis amistades thais me plantean que reconsidere mi idea de pasar la Nochevieja en Had Yai (sur de Tailandia), feudo de los musulmanes tailandeses. Desde hace poco más de un mes las inundaciones son constantes y cuentan en su haber varios fallecidos. Si a todo ello añadimos la constante amenaza que supone la guerra no declarada con los fundamentalistas islámicos, que en algo más de un año lleva algo más de 1000 muertos, el panorama no puede ser calificado de paradisíaco. Es como un parque temático de calamidades, pero reales, aquí no hay balas de fogueo. Quizás sea justamente este conjunto de “reclamos” lo hace que la región me resulte ideal y atrayente para disfrutar del cambio de año.


No sé lo que hay, pero sí lo que no hay: cerdo

Como es bien sabido, mis decisiones las tomo sólo en compañía de Johnnie Walker, él es quién me hace sopesar los pros y los contras para alcanzar una resolución que raramente es errónea.
Dicho y hecho. Me conecto a internet, y en la página de Air Asia compro un billete, sólo de ida, es tontería comprar la vuelta si tal vez vuelvo en una caja de madera junto a las maletas, ¡y gratis!

En apenas una hora me planto en el aeropuerto de Had Yai. Las medidas de seguridad son llamativas, algo lógico si tenemos en cuenta que hace unos meses hicieron explosión un par de bombas en las instalaciones aeroportuarias.


Air Asia, nadie bate sus precios

Mientras espero que mi maleta aparezca sobre la cinta, compro un billete para el taxi en un puesto destinado a tal efecto, un euro. Lo que no sé es que es una furgoneta compartida en la que vamos varios pasajeros apelotonados, y todo, obviamente siguiendo las medidas asiáticas, es decir, que yo, que soy más bien normalito, estoy algo estrecho. La gente va cantando el lugar donde quiere ser depositada. Un japonés o chino o algo así, anda algo despistado. Sólo dice: “Kentucky”. Todos suponemos que se refiere a la cadena de comida rápida de pollo frito. Le damos a entender que existen varios establecimientos con esta denominación. Mi particular sagacidad me permite deducir que se refiere al que está situado en el centro de la ciudad, más que nada porque tiene cara de putero y allí se encuentra el mayor centro de recreación lujuriosa. Mi intuición falla muy ocasionalmente, y éste no es el caso. Por la noche ahí está él, en el Pink Lady rodeado de jóvenes meretrices. Pero ya tendremos ocasión de hablar nuevamente de este peculiar lugar de solaz y esparcimiento.

Mi hotel es el BP Grande. Es conocido, no hay dificultad en dar con él. En la penúltima parada hago el gesto que todos los pasajeros hemos venido repitiendo en cada parada: echar disimuladamente la mirada hacia atrás para cerciorarse de que nadie se lleva nuestro equipaje situado en la parte trasera del vehículo. Nadie lo hace descaradamente para no parecer desconfiado, pero todos lo hacemos. Una vez cerrado el maletero, todos mirada al frente, hasta la siguiente parada en la que, como quien observa el paisaje, giramos el rostro hacia atrás. En mi caso no es muy complicado dado que me siento en la última fila, aunque por momentos parezco la niña del exorcista haciendo girar mi cabeza 180 grados para asegurarme de que, en especial mi ordenador, queda en la “mini-van”.


Ahí, todos bien comprimidos

Llegado al hotel, en recepción, pido el habitual descuento. Por mucho que vea en internet páginas en las que aseguran ofertar las tarifas más baratas, hasta la fecha puedo afirmar sin temor a equivocarme que siempre he pagado menos presentándome en persona y no digamos ya si llevo el uniforme. 16 euros la noche, una tarifa muy razonable para un hotel que en España podría ser calificado casi de cuatro estrellas en el centro de la ciudad.
Abundan los hoteles y la competencia es feroz, más en estos tiempos en que media región se encuentra en estado de queda a causa de las acciones terroristas islámicas. Es una ciudad muy turística, si bien a simple vista no lo pueda parecer, más que nada porque todos los turistas son de origen asiático, sobre todo de Singapur y Malasia, y ya se sabe que para nosotros los occidentales, todos los asiáticos son chinos y punto.

Relleno el habitual formulario y el botones me acompaña hasta el ascensor. Mientras subimos hasta el piso 14, se producen las preguntas de rigor para pasar de inmediato a lo que ofrece la ciudad como producto estrella: ¿Quiere una chica par aun “masaje”? conocedor de la “tasa” que aplican los botones, taxistas, etc. por proporcionar un servicio de este tipo, le digo que por ahora no, que más tarde, que estoy cansado y quiero dormir un rato. Aprovecho, sin embargo, la ocasión para acribillarle a preguntas sobre los lugares donde más vida hay de noche. Voy tomando nota, y para quedar bien le pido el número de móvil, por si me hiciera falta algo. Obviamente no voy a llamarlo, a no ser que me encuentre en un callejón perdido con la cabeza partida.
Ya solo en la habitación, y antes que cualquier otra cosa, hago lo que podría denominarse un ritual sagrado para mí. Encender la televisión y ver de qué canales dispongo. Con el mando en la mano, me siento en la cama, y empiezo el “zapeo”. Canales tailandeses, malayos, hindúes, chinos, indonesios, la desesperación empieza a apoderarse de mí. Desde niño, la televisión y yo formamos un dúo indisoluble. Recuerdo cuando en España sólo se emitían algunas horas al día y yo estaba frente a la cara de ajuste durante un cuarto de hora viendo las diversas tonalidades de grises y ese pequeño reloj en la esquina inferior derecha de la pantalla. Sí, lo mío es de psiquiatra, como tantas otras cosas que hago.
Me meto en la cama e intento dormir mientras de fondo oigo una cadena malaya que afortunadamente, en ese momento, emite un programa en inglés. Pero no tengo la cadena francesa TV5MONDE y eso me reconcome.
Una vez que el sol se ha puesto, llega la hora de comenzar la inspección de Had Yai “la nuit”. Mi alojamiento se encuentra apenas a un centenar de metros del centro, donde se sitúan la mayoría de bares, muchos de los cuales cuentan con música en directo. Me meto en el primero que veo, con tan mala fortuna de que se caracteriza por la típica manía thai de poner el aire acondicionado al máximo. Tiene las puertas abiertas de par en par, pero da igual, me da la sensación de haberme metido en una nevera gigante de última generación, ni los cubitos del whisky se funden. Disimulo los temblores del frío siguiendo el ritmo de la música, o por lo menos eso parece. “¿Quiere otra copa?” me dice la atenta camarera. Balbuceando con los labios casi morados y con cierta dificultad de vocalización, le respondo: “Noonnooo, graaacias, la cueeenta, por favor”. Salgo intentando desentumecer los músculos. Finalmente me encuentro en la calle. Busco otro bar, no sin antes cerciorarme de que su temperatura es adecuada. El “Laser Disc” tiene también música en directo y unas camareras muy guapas, y en principio no putas.


El rockero del pueblo

En Tailandia siempre ha habido cierta fascinación por los EEUU, en especial por lado “country”. De ahí la cantidad de bares con decoración acorde a tal estilo, y no deja de ser chocante ver a un “chino” vestido de vaquero del medio oeste.
Me acomodo. Apenas dado el primer sorbo, viene una camarera y me dice: “Aquel chico quiere hablar contigo, ¿te quieres sentar con ellos?”. “Buenooo, ¡ya empezamos con las mariconadas! “Diles que no, que ya iré yo luego”, respondo para parecer educado.
Terminada la copa, y con la cortesía que me caracteriza, me acerco hasta la barra donde están los dos jóvenes. “Hola, ¿qué tal?, ¿queríais hablar conmigo?”, les digo. “Sí, ¿eres piloto de Air Asia?, preguntan. Me miro de los pies a la cabeza, y a nos ser que en un ataque de paranoia amnésica me haya escrito en la frente la palabra “piloto”, no sé de donde sacan mi relación con el mundo aeronáutico. “Pues no, no soy piloto, trabajo en tierra”, les respondo. “¡Ah! Es que pensaba que lo eras porque llevas una camiseta de la compañía. Además yo trabajo en la misma compañía aquí en Had Yai”.Entiendo, o sea que todo el que se compra una camiseta que venden a bordo en todos los vuelos por 350 bahts, pasa a ser de la compañía, ¡no te jode! “Pues encantado, ¡eh! Y ya nos veremos por aquí, que me voy a quedar unos días”. Lo cierto es que de cerca no parecían maricones, cosa que poco me importa, mientras se mantengan las distancias. Pero mis objetivos son otros está noche.

Ya entonado con algo de Johnnie por mis venas, me encamino hacia el Pink Lady, palacio de los placeres, de fama, por lo menos, regional.
Antes de entrar, se percibe inequívocamente, que el negocio está enfocado, básicamente, a una clientela asiática. Fotos de las supuestas cantantes expuestas en el exterior, canciones thais, chinas o a lo sumo, japonesas, con alguna rara excepción que pretende ser inglesa, cantadas (léase masacradas) en directo, mesas y sillas propias de restaurante y un sinfín de detalles que conforman el sistema “puteril” asiático, que se fundamenta en comer, beber, cantar y tener al lado una mozuela que te haga mimos, masajitos, y te cuente lo encantador que eres. Un sistema bastante alejado de lo que los occidentales buscamos: despelote, “a saco Paco” y “maricón el último”.
No obstante, este tipo de locales tiene su encanto. Su decoración años 70, sus gordas “mamasan” que deambulan por el local para que no haya macho sin hembra, su moqueta raída, los decorados de poliestireno pintado con colores fosforito, los manteles salpicados de quemaduras de cigarrillos, y esos camareros con pajarita, nos hacen olvidar por unos instantes que hemos entrado ya en el siglo 21. El único toque de modernidad, por llamarlo de algún modo, lo dan algunos jovenzuelos que pretenden, con sus amagos de pirueta sobre el escenario y su supuestamente juvenil indumentaria, realizar unas coreografías imposibles para ellos con unos fondos musicales de temas actuales, resultan burlescos. El colmo del despropósito viene cuando unas bellas damiselas llevan a cabo el número “sexy” con ajustadas prendas que deberían incitar la excitación … ¡si no se les salieran por todos lados las bragas modelo Isabel la Católica que llevan debajo! ¡Clama al cielo! Y no sé si tanto recato de cara al público es por estar en tierra musulmana, tailandesa, o por ser una combinación de ambas.

No es la primera vez que vengo al Pink Lady. El año pasado fue cuando tuve mi primer contacto con tan peculiar cueva de perdición. Por lo tanto, me muevo por el local como si llevara toda la vida. La verdad es que lo único que sé, es dónde están los baños, cosa fundamental para dar aires de autosuficiencia. “Voy al baño un momento”. “Está allí, al fondo …”. “Sí, sí, ya sé donde está”. Esta última respuesta resulta demoledora. Si uno sabe dónde están los baños, uno lo sabe todo.
A los pocos minutos de tomar posiciones, buena vista al escenario y a lo que sucede entre bastidores, se me acerca una señorita de buen aspecto, claro que lo del aspecto en un lupanar, es muy relativo. No en vano se caracterizan por su escasa iluminación, destinada a embaucar al cliente. ¡Cuántos sustos me habré llevado una vez encendidas las luces principales o en su caso, al amanecer!
La muchacha, tras las consabidas frases de presentación, pasa a explicarme cómo funciona el negocio, no con el fin de incrementar mi cultura sino su bolsillo. El asunto es el siguiente: uno o más jóvenes, tanto chicas como chicos o indefinidos, salen al escenario a cantar (llamémoslo así) y, si a algún cliente le gustan sus gorgoritos, le puede ofrecer una guirnalda que será llevada al escenario por la persona encargada y puesta a modo de medalla olímpica para lucimiento del aspirante a artista. Hay qu decir que la guirnalda en cuestión, no es de las de los árboles navideños, no. Se trata de unas largas cintas de alrededor metro y medio decoradas con flores diversas y en algunos casos con reproducciones de billetes de curso legal. ¡Quietos, que la cosa tiene miga! Hay tres tipos de guirnalda en este local: la rosa (300 bahts), la roja (500 bahts) y la dorada (1000 bahts). Se supone que cuando se le ofrece una de estas guirnaldas, la persona obsequiada va a sentarse a la mesa del benefactor.


El Pink Lady. Está prohibido hacer fotos, pero ...

Hay que puntualizar, en honor a la verdad y para que no haya malos entendidos, que esta práctica está muy extendida por el país y es habitual, sobre todo en las actuaciones de cantantes de corte más bien folklórico. No quiero que ningún lector que se desplace hasta Tailandia y vea a alguien cantando y con guirnaldas colgando del cuello llegue a pensar que está frente a una prostituida.

Pero volvamos a mi caso. Mi introductora en la materia, que ya se ha hecho invitar a una naranjada, me presenta a una amiga. Resulta que cantan a dúo. De momento me parece fantástico. El problema surge cuando, tras haberme convencido, todavía no se cómo porque no me caracterizo por mi amabilidad en estos asuntos y nunca soy desprendido hasta ese punto, las dos salen a cantar. Avisada previamente por la interfecta, la “mamasan” o quien se ocupe de tales menesteres me aparece frente a mí con dos guirnaldas, o sea 600 bahts del ala. En un arranque de valentía y sin temor a ser llamado rácano digo que nanai, que ¡naranjas de la China! “Es que son dos” me dice la celestina, “Pues que se la partan” le digo. “No se puede” insiste ella. “Pues pa’ la de negro que es quien me ha dado conversación” sentencio. Y ahí queda la cosa, le ponen la dichosa guirnalda, me hace una reverencia, y tras masacrar no sé que pieza musical, regresa a la mesa. Me da las gracias. La otra no está muy molesta, en el fondo las he conocido hace media hora y ni les he rozado un pezón. Oto cantar sería si nos hubiéramos estado dando el lote los tres durante un rato.
Se aproxima la hora de cierre, las mozuelas desaparecen para ir a vestirse de calle. Me despido prometiendo mi pronto regreso, siempre lo hago y casi nunca lo cumplo, con más razón conociendo el percal.

Interrogado sobre la vida después de la muerte, siempre hablando de cierre de locales, el botones del hotel, me ha recomendado el “Blue Kiss”. No sé si hay putas, bueno, putas seguro que hay porque las hay en todos sitios, pero lo que no me llega a aclarar nadie es si el bar en cuestión consiente y fomenta la prostitución. Será cuestión de averiguarlo.
Paro un moto-taxi y le pregunto cuánto me pide por llevarme hasta el lugar en cuestión, una pregunta que no es más que un mero formalismo porque en Had Yai no conozco las distancias ni sus correspondientes tarifas, cosa que no sucede en Bangkok, donde ni siquiera pregunto, simplemente pago lo que considero oportuno que suele coincidir, en la mayoría de los casos, con las expectativas del motorista. El de Had Yai me dice 30 pues yo digo 20, más que nada es por charlar.
En pocos minutos llegamos al famoso “Blue Kiss”. Local acristalado, terraza con pantalla de video, quiosco al aire libre, suelo de madera. No, puti-club no es.
Como acostumbro a hacer, camino despacio mirando y escrutando disimuladamente todo lo que hay a mi alrededor. Hago un mapa mental de donde están las cosas. No hay nada más frustrante que pretender entrar por una puerta cerrada o abrir la puerta del almacén queriendo ir al baño; es hacer el ridículo delante de todos los presentes y colgarse el cartelito de “Hola soy nuevo y no tengo ni puta idea de nada”.
A pesar de mi cansancio, decido tomar una copa en este local “super fashion”. Diseño moderno, materiales de lujo, personal elegante y educado, pero claro, estamos en Tailandia y las costumbres ancestrales están muy arraigadas. Mientras tomo mi whisky de doce años servido en copa de cristal, aparece por detrás un camarero que le pregunta a su compañera de barra: “¿Y la sopa de gambas a dónde va?” Ahí está humeante la típica sopera tailandesa hecha de hojalata barata, con su carbón al rojo vivo en el centro que mantiene caliente, más bien hirviente, el líquido durante largo tiempo.
La gente de alrededor me pregunta por mi origen. No en vano, no es habitual ver occidentales en Had Yai, y menos en el “Blue Kiss”. Dos jovenzuelas se acercan a mí. Por su verbo y actitud denotan haber ingerido alguna copa de más, cosa que nada me importa por mi nula relación con ellas. “Te hemos visto antes en el Laser Disc” me dice una. “Ah, vale, muy bien, me alegro” le respondo con expresión de aburrimiento. “¿Por qué hablas thai?” prosigue. “Por que lo he estudiado y he ido a la escuela” replico con el miso entusiasmo. “No. Tú lo hablas porque tienes una novia o mujer tailandesa” afirma categóricamente. “Pues no. No tengo ni novia ni mujer, ni thai ni farang” insisto ya algo molesto. Es una constante en Tailandia, no entienden que no hace falta tener acompañantes fijas para aprender un idioma. Pero claro, esta regla sólo la aplican a los hombres blancos. Los thais aprenden los idiomas gracias a sus ímprobos esfuerzos intelectuales y el sudor de sus frentes, en cambio nosotros lo aprendemos con el sudor de nuestra … , vale, pues eso.


Las féminas de la familia. La foto no tiene nada que ver pero queda bien

Me dejan en paz un rato, pero no mucho. “Tú tienes novia o mujer thai” ataca de nuevo. “Que nooooo” le digo mostrando mi cansancio ante su obstinación. Los de mi alrededor me miran con compasión como diciendo: “Pobre hombre, viene a Had Yai y se encuentra con las dos pesadas del pueblo”.
Su desfachatez va en aumento. Una de ellas me permite compartir taburete. Por no parece descortés en tierra extraña, le cedo la mitad de mi asiento, pero espalda con espalda. Sin embargo vuelvo a oír la cantinela: “Tú hablas thai porque tienes novia o mujer thai”. Ya ni me molesto en contestar. Pero mi nerviosismo va “in crescendo”. ¡¡¡ El hotel no tiene TV5MONDE, casi me congelo en un local, vaya donde vaya soy objeto de miradas por uno u otro motivo, me “birlan” con mi consentimiento 300 bahts en el Pink Lady, y ahora tengo que aguantar a dos borrachas pesadas !!!
Muy cortésmente me despido mis amables compañeros de barra que han tratado de hacerme pasar un buen rato en su localidad. Pillo una moto-taxi y le digo que me lleve rápidamente al hotel, estoy muy nervioso. Esta noche me ha salido todo al revés y no tengo TV5MONDE que me consuele y me acompañe en un sueño reparador. Empiezo a sentir los primeros síntomas de un ataque depresivo. No quiero alarmarme pero algo extraño me está pasando. Subo a toda prisa a la habitación. Enciendo la tele y ahí están los malayos, los indonesios, los hindúes, los thais. Yo quiero a mis blancos, yo soy blanco y quiero a mis blancos y que me hablen de cosas de blancos. Una cosa es estar de vacaciones 15 días y otra es llevar meses aquí. Mi paranoia televisiva es muy grave pero no tengo un psiquiatra a mano en este momento, o se que tengo que aguatarme.
Ya sé lo que pasa. Si no tengo tele, estoy obligado a pensar, a pensar en mí, en mi vida, en mis cosas y no quiero, no quiero pensar, quiero que la tele me distraiga y me haga pensar en la vida de los demás, pero no en la mía.

De mi ataque ansioso-depresivo sólo saco una conclusión: ¡mañana me voy a Songkhla! El hotel de allí, está frente al mar, es de mayor categoría y ¡TIENE TV5MONDE!
Para noquearme definitivamente, me tomo una dosis suplementaria de alprazolam, me lo merezco, no sé por qué, pero me lo merezco.

Mañana cuando me vaya a dormir, oiré como las olas del golfo de Siam se rompen en las costas de blanca y fina arena de Samila Beach … y TV5MONDE.